Antártida.-(José Antonio Ruiz)Todos los viajeros, incluyo los que viajan con la imaginación (que no deja de ser una forma fantástica de viajar), siempre se han detenido a pensar en el continente blanco.
Todos los viajeros, e incluyo a los que viajan con la imaginación también (que no deja de ser una forma fantástica de viajar), siempre nos hemos detenido a pensar en el continente blanco. Con admiración, con curiosidad, con respeto. Hoy os cuento mi experiencia allí. Una de las más memorables de mi vida.
La Antártida suele estar siempre entre esos destinos “top” al que queremos ir cuando el tiempo, el dinero y las ganas confluyan. Afortunadamente, éstas últimas están por defecto en la mayoría de los casos así que sólo quedan dos factores a sortear.
Cuando yo tuve tal confluencia, tras mucho esfuerzo, no lo dude ni un instante. ¡Agarré mi maleta! ¡me puse en modo polar! ¡me estudié todos los mapas posibles!… y me di cuenta de que no tenía calzoncillos para tanto frío…
Tras soltar la maleta y los mapas, lo primero que hice fue aprovechar un viaje a Vancouver para comprar ropa y accesorios adecuados para semejante contienda.
“¿¿¿Que viene usted a comprar calzoncillos calentitos a Canadá???” me preguntó el agente de aduanas. “Pues venga, venga por aquí, que le vamos a hacer un extenso tour de las dependencias aduaneras y de la policía fronteriza para que nos cuente un poquito más y, lo mismo, hasta ya le ponemos calentito nosotros…”.
Así empezó mi aventura. Pasando un par de horas explicando mis motivos en un aeropuerto, hasta probarlos, para poder entrar en el país. No sé, una persona que te dice eso, una de dos, dice la verdad o, como mucho, está de coña. No me imagino a un terrorista alegando eso en un aeropuerto. Pero bueno, desde ese día me hago el dominguero a tope.
Con un maletón lleno de cosas que no sabía ni que existían, me puse rumbo a Punta Arenas, Chile. Buen lugar para empezar a sentir frío y esperar las instrucciones sobre nuestro vuelo al campamento base de Patriot Hills, el único campamento privado que existía en aquellas tierras. Hoy en día ha sido reemplazado por el campamento base de Union Glacier, no muy lejos de allí (en distancias antárticas, claro).
No hay una pista de aterrizaje hecha por el hombre en Patriot Hills. Lo que hay es una pista natural de hielo azul que no cumple con los requisitos de un aeropuerto. Por ejemplo, las pistas siempre están construidas de tal forma que el aterrizaje y el despegue de los aviones se realiza contra el viento.
Esta pista natural apunta a donde la naturaleza le ha dicho, es decir, para otro lado. Este factor provoca que los aterrizajes y los despegues se deben hacer sólo cuando las condiciones son óptimas. Y… ¿Cuándo es eso? Pues cuando son. Y ya.
Así que tocaba esperar a esas condiciones para que el avión ruso, que hacía la ruta varias veces al año, nos llevara. ¡Lo que yo no esperaba es que fuera tanto tiempo! Nos recorrimos buena parte la Patagonia, comimos cordero patagónico día sí y día también (por cierto, al nivel del segoviano en cuanto a experiencia gastronómica), eché barrigón y ¡hasta me ennovié con una chica de la zona!. Vamos que, casi me instalo.
Un buen día, estando en el Parque Nacional Torres del Paine, nos avisaron de que había posibilidades de salir al día siguiente a las 6:00 am (como pasaba muchos días). Corrimos hacia Punta Arenas para darnos cuenta en un pueblito llamado Puerto Natales de que una rueda trasera del coche (ya teníamos coche, por supuesto) se había pinchado. Yo me dije: “¡Esto lo arreglo yo en un pispás!”. Retiré mis palabras cuando vi que no era una, sino ambas ruedas traseras, las que estaban pinchadas.
Situación: 11:00pm, sábado, mini-pueblito en medio de la Patagonia, sin ruedas, salida a las 6:00am (no a Toledo a comer mazapanes, no. ¡A la Antártida!)… ¡¡¡Nooooooo!!! Estrés, estrés…
No nos quedó otra que averiguar quién podía ayudarnos, encontrarle, sacarle de la cama o de un bar, pagarle de acuerdo a la situación y salir corriendo como si nos llevara el demonio soportando vientos laterales patagónicos de infarto. Eso sí, llegamos. Hay vuelos que no se pueden perder y éste era uno de ellos.
A las 6:00am, con mucha expectación, fuimos a una zona especial del aeropuerto para abordar un avión muy singular, un Ilyushin Il-76. Sin ventanas, lleno de carga y con todo escrito en ruso. La tripulación sólo hablaba ese idioma así que nadie se enteraba de nada. No obstante, con el ruido que había dentro del avión tampoco te enterabas de lo que te decía tu vecino.
A las pocas horas divisamos, por el ventanuco de la salida de emergencia, la costa antártica. Una maravilla. Tras cuatro o cinco horas de vuelo, aterrizábamos en medio de un tremendo estruendo. Se abrió el “trasero” del avión, como en Avatar, y nos quedamos todos anonadados de ver tanto blanco, tan extenso, tan luminoso… ¡Habíamos llegado a la ANTÁRTIDA!.
Tras media hora sacándole fotos al avión y al entorno, nos enseñaron el campamento. Nuestras tiendas de campaña (¿qué esperabais?), la tienda-clínica, la tienda-comedor, la tienda-baño… Ahora que lo pienso, no había tienda o tienda-tienda. Mmm…).
El baño era total. Un bidón para el #1 y un cajón para el #2. Nada de duchas. Allí, la roña que acumulas, te la llevas de vuelta a Chile (¡y los bidones de #1’s y #2’s también! Pero vuelven en el último vuelo de la temporada. No es muy recomendable este vuelo porque durante el mismo hace calor y… el calor derrite…).
Normalmente, cuando estabas en la tienda de campaña ni salías a la tienda-baño porque como hubiese alguien en modo #2 te quedabas congelado a la intemperie. Todos teníamos una botella de cuello ancho para las aguas menores. Comodísimo.
Hasta aquí por hoy pero prometo seguir. Hay demasiado que contar todavía… la semana que viene… ¡el POLO SUR!.
Fuente: hechos de hoy