Un grupo de investigadores del CONICET estudia el aprovechamiento del orujo, principal remanente de la producción del vino, otorgándole valor agregado para extraer de él – antioxidantes y producir la enzima tanasa, – y, a la vez, reducir la cantidad de desechos que se arrojan al medioambiente.
Argentina, históricamente, ha sido tierra de viñedos: fuente de placer para los paladares de muchas personas del mundo. Pero el vino, además de alegrar reuniones y festividades, cuenta con muchos beneficios para la salud, aunque también genera residuos en su producción que, al liberarse, dañan el medioambiente.
“Todo desecho en cantidades exorbitantes, por más orgánico que sea, se acumula mucho más rápido que lo que la naturaleza puede degradar”, explica la doctora Diana Romanini, investigadora independiente del Instituto de Procesos Biotecnológicos y Químicos (IPROBYQ, CONICET-UNR).
En este caso, el residuo que queda después de la fermentación del vino es el orujo de uva, que consta de las semillas, tallos y pieles de la fruta. Sin embargo, este descarte también contiene polifenoles -compuestos biológicos con cuantiosas propiedades antioxidantes– que podrían ser de gran valor para la industria farmacéutica, cosmética y alimentaria.
“El problema –remarca la investigadora- es que una concentración altísima de polifenoles en la tierra genera, por ejemplo, inhibición en el crecimiento de otras plantas y afecta el desarrollo de insectos, bacterias y hongos presentes en el microambiente del viñedo.
Un aliado contra la vejez
Si hubiera conocido las propiedades antioxidantes del vino y del desecho de la uva, la malvada madrastra de Blancanieves hubiese tenido la respuesta que tanto esperaba del espejo mágico, ya que los compuestos polifenólicos del orujo amortiguan la oxidación natural de las células de nuestro cuerpo (incluso el de las brujas).
Con el orujo como materia prima, el equipo de investigadores del CONICET se vale de hongos para degradar el tanino de los desechos de uva y, así, liberar los polifenoles y producir de manera natural la enzima tanasa.
La investigadora explica que “el uso de la enzima tiene una doble función: incrementar la calidad de los productos al reducir los efectos indeseables de los taninos en alimentos y, además, liberar los polifenoles atrapados en la fibra del orujo, y procurar conservar su capacidad antioxidante”.
“Comenzar a producir esta enzima es una forma de disminuir costos de producción para diversas industrias, ya que su precio a nivel mundial es muy elevado y, hoy en día, es comercializada por muy pocas empresas”, destaca Romanini.
El orujo como insumo industrial
Disponer del orujo como materia prima no solo es una oportunidad para el sector farmacéutico y cosmético, también lo es para la industria alimentaria. Con miras a futuro, uno de los objetivos planteados en la investigación es el desarrollo de alimentos funcionales con alto contenido de antioxidantes.
Los alimentos funcionales son aquellos alimentos que se elaboran para cumplir una función específica en la salud del consumidor al agregársele componentes biológicamente activos, como minerales, vitaminas, ácidos grasos, fibra alimenticia o antioxidantes.
“Teníamos la idea de obtener extractos antioxidantes e incorporarlos en ciertos tipos de alimentos, como pre mezcla de panes y tortas, pero hay que evaluar cómo se conserva el poder antioxidante en la fabricación, procesamiento y cocción de alimentos”, concluye la doctora.
Es así que lo que hoy se considera un desecho es el puntapié inicial no sólo para sustituir importaciones de enzimas, sino para enriquecer diversos alimentos y colaborar con la lucha contra la entropía, largamente esgrimida por la malvada bruja frente al espejo.