Así lo afirma la doctora Amy Austin, científica estadounidense nacionalizada argentina, investigadora principal del CONICET y primera ecóloga en recibir el Premio Internacional L’Oréal-UNESCO.
Cuando era una niña, desde su casa a 30 km de Cabo Cañaveral, Amy Austin presenció junto a su padre –un ingeniero reclutado por la NASA para participar en la misión Apolo 11– la bola de fuego que surcó el cielo e impulsaba la primera travesía humana hacia la Luna. Nunca olvidó la emoción que vio en su rostro.
“Pienso que esa experiencia influyó mucho en mi elección para dedicarme a la investigación. En cierta medida, yo también quería ser parte de esa sensación de orgullo y de alegría, hasta de lágrimas, por logros de la ciencia”, señala la ahora investigadora principal del CONICET y ganadora este año del Premio Internacional L’Oréal-UNESCO “Por las Mujeres en la Ciencia” por su trayectoria y estudios de ecología de los ecosistemas terrestres en la región patagónica, que conduce junto a su equipo del Instituto de Investigaciones Fisiológicas y Ecológicas vinculadas a la Agricultura (IFEVA).
“La Patagonia es uno de los lugares más prístinos del mundo: es como tener una foto de cómo era la naturaleza en el pasado”, dice Austin.
En una entrevista con la Agencia CyTA-Leloir, la doctora en biología radicada en Argentina desde hace dos décadas explica el impacto de la actividad humana sobre los ciclos del carbono y del nitrógeno, revela “trucos” de ciertos árboles para aprovechar mejor sus propios desechos, desmiente que plantar bosques sea una buena estrategia contra el cambio climático en la Patagonia y reivindica el rol de la ecología en la búsqueda del bienestar humano.
Una de sus principales líneas de investigación se centra en el ciclo del carbono. ¿Puede explicar su importancia?
Austin: El ciclo de carbono es básicamente el ciclo de la vida. Las plantas fijan el carbono de la atmósfera en forma de dióxido de carbono y lo convierten en carbohidratos (azúcares) que luego se transfieren –a través de la alimentación- a los microorganismos y animales de los ecosistemas. Cuando convertimos esos carbohidratos en energía, el producto es el dióxido de carbono que vuelve a la atmosfera y es así como funciona el ciclo. Desafortunadamente, la extracción del carbón orgánico para la generación de combustibles fósiles aumenta los niveles atmosféricos de dióxido de carbono y produce un desequilibrio en el ciclo, lo que juega un rol central en el calentamiento global y en el cambio climático.
¿Cómo influye la radiación solar en este ciclo? ¿Qué descubrió al respecto?
Con mi grupo y colegas estudiamos el ciclo del carbono en sistemas naturales. Y descubrimos que la radiación solar produce una “desintegración fotoquímica” de la hojarasca que favorece su descomposición por bacterias y hongos, lo que acelera la liberación del carbono contenido en los carbohidratos de esos desechos vegetales. En síntesis: así como las plantas necesitan luz para la fotosíntesis, la luz también es importante para que se libere carbono a la atmósfera. Es una visión del ciclo del carbono que no se tenía.
¿Cuál podría ser una implicancia de este hallazgo?
Entender mejor el ciclo de carbono ayudará cuantificarlo mejor. Los científicos podrán considerar esta variable, junto a muchas otras, a la hora de armar modelos para trazar posibles escenarios del cambio climático en el futuro. Esta información también es clave para los tomadores de decisión y los acuerdos internacionales relacionados con políticas ambientales para mitigar el cambio climático. En lo inmediato, es preciso bajar la emisión de dióxido de carbono y otros gases que producen la industria y otras actividades humanas, pero no se hace eso.
Además del ciclo del carbono, ¿también se enfocó a estudiar el ciclo del nitrógeno?
Efectivamente. El ciclo de nitrógeno es distinto del ciclo de carbono, pero también es muy importante: hay mucho nitrógeno en la atmosfera, y existen bacterias de suelo que lo fijan en las raíces para que funcionen como nutriente de las plantas y cultivos. En bosques del Parque Nacional Lanín, un sistema bastante libre de la influencia humana, pudimos demostrar que tres especies de árboles del género Nothofagus [que incluye a la lenga y el coihue] generan lo que se llama una “ventaja local”: crean condiciones para que su propio material senescente se descomponga rápidamente y libere el nitrógeno que necesitan para su crecimiento.
¿Y se sabe cómo lo hacen?
Estamos haciendo estudios para descubrir los mecanismos que lo hacen posible. Por ahora, hemos visto que en las cercanías de los árboles se desarrolla una comunidad de bacterias y hongos más apta para descomponer la hojarasca. Estudios genéticos incluso muestran que los hongos, más importantes para la descomposición de desechos vegetales, son más “fieles” en el sentido de constituir comunidades más específicas y útiles para la vida de los árboles. Es algo fascinante. Los bosques de la Patagonia son un modelo de investigación que genera conocimientos muy valiosos y novedosos, del mismo modo que la mosca Drosophila o la planta Arabidopsis thaliana les sirve a otros científicos.
¿La actividad humana afecta también el ciclo del nitrógeno como lo hace con el de carbono?
Sí. La producción de fertilizantes artificiales aumenta la fijación del nitrógeno en los suelos de los cultivos, y eso tiene dos efectos: por un lado, ha favorecido la “revolución verde” y la producción de alimentos; por el otro, aumentó la concentración de ese elemento en ecosistemas terrestres y acuáticos, lo que genera desequilibrios. Asimismo, los residuos urbanos también tienen una alta concentración de nitrógeno y, en nuestra región, no se tratan de manera adecuada. Necesitamos mejorar esa realidad.
Muchos argumentan que plantar masivamente árboles es la respuesta principal para luchar contra el cambio climático ¿Está de acuerdo?
No creo que sea una medida eficaz, por lo menos en la Patagonia. Hemos estudiado plantaciones de pino en esta región que tienen 40 años de antigüedad y hemos observado que su capacidad de almacenaje de carbono es menor a la de los árboles nativos. A los bosques nativos hay que protegerlos.
¿Qué significó para usted el Premio internacional L’Oréal-UNESCO?
Me sentí muy honrada. Una cosa que me emocionó es que es la primera vez que se otorga este galardón a una ecóloga, lo que significa que mi disciplina está comenzando a ocupar un lugar de mayor relevancia en la cultura mundial y a ser considerada una herramienta que puede ayudar a buscar soluciones para generar un impacto positivo para el bienestar humano.
Fuente: Agencia Cyta – Instituto Leloir
Escrito por Tiempo Patagónico